viernes, 5 de agosto de 2016

Jesusita

La columna de Vivir en El Poblado

Las monjas y el cardenal, escultura de Juan Fernando Torres. Plaza Débora Arango.


   
Los desterrados de hoy en día vivimos con la idea de que no estamos lejos. Por muy remota que sea la Siberia a la que fuimos a parar, las redes y aparatos consiguen conven­cernos de que muchas personas están acompa­ñándonos. Despierta uno en medio de la nada y sólo basta encender un aparato para saber en qué andan familia y amigos y apenas conocidos y hasta desconocidos con los que se aceptó jugar el juego de la proximidad virtual.

Mientras está listo el desayuno, o al final de la jornada, es posible moverse por parajes vacíos mientras se habla con alguien que se encuentra al otro lado del mundo. Es po­si­ble entregarse al olvido del sueño sin notar que hubo días enteros en que no vimos a nadie. A ese extraño zum­bido de aparatos podemos agregarle que a veces es posi­ble escapar por unos días y volver a los sitios que hemos abandonado. Entonces la vida nos sacude con una atrope­llada intensidad.

Después de largos meses en el frío y la distancia, el via­jero regresa a su tierra y empieza a calmar toda clase de hambres. Hay abrazos y besos que debe atesorar. Hay ros­tros y miradas como piedras preciosas que en breves ins­tan­tes desaparecerán. Hay preguntas e historias. Movi­miento y fatiga. Hay días que se escapan y anuncian el regreso a una gran soledad.

Al final de cada día el viajero procura dejar el testi­monio de todo lo vivido. No olvides –escribe– la luna entre los árboles, el ascenso a esa cima, aquellos colibríes, el hambriento lagarto. Anota ese refrán: “Es mejor morir de hastío que de ganas”. No dejes que se borre aquella charla en la que fueron a lugares muy hondos. Apúrate a poner en tu equipaje aquella voz de acentos errabundos, la tibieza de ese abrazo que conmueve hasta las lágrimas.

Saturado de gestos, de manos, de sonrisas, el viajero recuerda el destierro interior en que vivía antes de que se marchara. Entonces no había redes ni aparatos. No había voces remotas ni cercanas. Sólo libros y discos y páginas en blanco en las que imaginó conversaciones con seres ima­gi­narios. Embriagado por la aceptación y la aquies­cencia se dedica a pensar en la ironía de haber tenido que irse para encontrar por fin los tesoros ocultos de la tierra que dejó hace tantos años.

Muy pronto el viajero volverá a su destierro y se apura a escribir las historias oídas. La del coronel que no quiso ser magnate y prefirió sembrar de hijos las riberas del río Magdalena. La de la mujer taxista. La del escritor esclavo de su éxito. La de Jesusita, la mujer cuyo tranquilo despar­pajo salvó la vida de una estirpe populosa.

Los detalles de esa historia se le escapan y quizá sea preferible que así sea. Ocurrió en algún pueblo de Antio­quia que es todos y ninguno. A un hombre que tenía una carreta le encargaron llevar a Jesusita a la ciudad donde estaba decidido que se convertiría en monja. El rostro de Jesusita no mostraba ni alegría ni tristeza. El hombre de la carreta no dejó de notar su belleza recatada. Muchas veces, a lo largo del camino, se volvió a mirarla. Al final no se aguantó y le preguntó por qué había decidido hacer­se monja.
–Porque nadie ha querido casarse conmigo –dijo Jesusita.
El carretero siguió pensativo un largo rato. Luego soltó un suspiro:
– ¿Y si te casas conmigo?
–Está bien –dijo ella levantando los hombros.

 Jesusita y el hombre de la carreta regresaron al sitio de donde habían partido. Tuvieron una prole numerosa y sus afortunados descendientes aseguran que fueron muy felices.



Publicado en Vivir en El Poblado en agosto 5 de 2016.








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