viernes, 29 de abril de 2016

Evocación de un milagro

La columna de Vivir en El Poblado


    

La chica tenía el día libre y decidió caminar un poco más para darle una alegría a su padre. Llevaba tres semanas en Inglaterra, pero a Londres sólo había llegado desde hacía un par de días. El resto del tiempo lo había pasado recorriendo las campiñas del sur, caminando un promedio de diez millas diarias, devorando paisajes, visitando casonas de escritores —la de Virginia Woolf, la de Henry James— y escribiendo sobre todo lo que veía.

Las rodillas le dolían y los músculos se venían quejando a cada paso, pero no quiso ser la más débil del grupo y siguió caminando más allá del cansancio y del dolor. Ahora estaba en Londres, y la familia que le ofreció hospedaje quería ver las joyas de la corona. La chica se disculpó amable y decidió cumplir la promesa que le había hecho a su padre de visitar el pueblo donde Ches­ter­ton vivió la segunda mitad de su vida.

Consultó mapas y medios de transporte. Supo que Beaconsfield quedaba a menos de una hora y comprobó que podría ir sin prisas y regresar el mismo día. Cuando caminaba a la estación volvió a considerar la idea de visitar un médico. El día era gris y había una lluvia indecisa y menuda para la que usar paraguas sería una exageración. En el tren se preguntó si el maltrato que le había dado a sus piernas tendría conse­cuen­cias duraderas.

Al salir de la estación en Beaconsfield se acercó a un grupo de jóvenes, pero ninguno tenía noticias de la existencia de Chesterton. Siguió bordeando una avenida y se acercó a un hombre de unos setenta años, delgado, parsimonioso, descon­fiado cuando le hizo la misma pregunta. El hombre pensó que la chica estaba bromeando y miró a todos lados en busca de cómplices.

—Mi padre lo adora —aclaró la chica—. Quiero enviarle algunas fotos de su casa y, tal vez, de su tumba.

El hombre le preguntó si había leído a Chesterton y ella le respondió que conocía algunos cuentos del Padre Brown. El hombre dijo orgulloso que su padre lo había conocido y que era una lástima que ya casi nadie lo recordara.

 —Es uno de los más grandes benefactores que ha tenido Beaconsfield. Dio dinero para la construcción del hospital. La cruz que hay en esa glorieta está allí gracias a él.

A medida que hablaba, el rostro del hombre parecía ilumi­narse. Le dio indicaciones a la chica para llegar a la casa —“Allí vive una familia que no tiene nada que ver con él”— y al cementerio católico. La chica llegó a la casa arrastrando el pie derecho. Vio una plaquita diminuta y deci­dió seguir de largo hacia el cementerio, pero pronto descubrió que había perdido el rumbo.

Entró a un pub y preguntó, pero nadie sabía de Chester­ton y mucho menos de cementerios. Pidió “fish and chips” y una cer­veza, se conectó al wi-fi y le pidió a su padre —que estaba al otro lado del mundo— que la ayudara a ubicarse. El padre se emo­cio­nó al saber que su hija estaba haciendo el peregrinaje que él no había hecho. Buscó en la red un mapa del pueblo, ubicó el pub y el cementerio, y le envió la información que le faltaba.

El cementerio era pequeño, modesto y no parecía haber nadie a cargo. El enorme portón estaba cerrado y la chica pensó que tendría que devolverse, pero al apoyar la mano en la madera se abrió sin oponer resistencia. Fue como si el crujido de los goznes hubiera espantado la lluvia, porque en ese mismo instante el sol perforó las nubes y el mundo se iluminó. La chica empezaba a preguntarse cómo encontrar la tumba que buscaba, cuando un zorro pequeño se escurrió entre las piedras talladas y se detuvo a mirarla, como si quisiera decirle que lo siguiera. Así encontró el Cristo y la Virgen de mármol a cuya sombra yacía Chesterton.

La chica imaginó la alegría de su padre cuando le hablara de ese instante, arrancó una flor silvestre que se elevaba por entre las fisuras de la piedra, recogió una estampita de la virgen que algún remoto visitante había dejado, balbuceó una oración y se alejó contenta y aliviada. Tardó en comprender que su dolor ya era una cosa del pasado.



Publicado en Vivir en El Poblado en abril 29 de 2016






miércoles, 27 de abril de 2016

Santa María del Diablo en la Filbo 2015

Algunas imágenes de la presentación de Santa María del Diablo en la Feria del Libro de Bogotá 2015. 
Con el historiador Marco Jaramillo.
Saló José Eustasio Rivera, abril 25 de 2015.




El video de la presentación:




Crédito: Fotos y video de JGK Producciones.






domingo, 17 de abril de 2016

Como almas en pena

Un fragmento de Resplandor (Ediciones B)
La novela será presentada en la Feria del Libro de Bogotá,
el sábado 23 de abril a las 4 p.m.
Conversatorio con Esteban Carlos Mejía.
Auditorio Madre Josefa del Castillo.




Es la noche de Año Nuevo. El primer sol no ha salido todavía. Junto a las taquillas de la estación de trenes de Colombo hay una multitud que se apretuja. Hay una urgencia inexplicable en todo el mundo. Todos quieren llegar a su destino. En medio del tumulto está el viajero, levemente angustiado, algo desconcertado. En el lugar de donde viene la gente no se agolpa: todos esperan su turno, pacientes, civilizados.
El edificio principal de la estación es un caserón enorme que poco habrá cambiado en los últimos cien años. Las paredes y los techos no ocultan sus remiendos ni los trazos caprichosos de la humedad en el aire. El viajero vuelve a sentir que la distancia que lo separa de su mundo —de esos mundos que resultaron siendo suyos por elección o por nacimiento— no es sólo geográfica. Hay algo en el ambiente de Sri Lanka que lo hace sentir que cae hasta tiempos remotos, que regresa de un sueño, de una ilusión sin gracia.
El lugar está aún en tinieblas, y el viajero intenta abrirse paso, desatar ese nudo de gente exaltada. Una lámpara del alumbrado de la calle arroja una luz débil que apenas sirve para delinear las sombras. Los cuerpos se juntan y se empujan. Los rostros de ojos negros se hablan y se responden, se escupen sus alientos sazonados.
El viajero se pregunta cómo podrá llegar a la taquilla —donde el tumulto se eleva como una ola, y algunos se alejan triunfales pisando cabezas—, para no perder el tren de las seis de la mañana. El reloj de brazos fosforescentes le dice que el tiempo apremia —lo compró al otro lado de la calle, en el Pettah, la primera vez que visitó Colombo—. Sonrió al recordar el precio irrisorio. También su morral lo compró allí —se lo acomoda en el pecho—. Siente la alegría soberbia de saberse ligero de equipaje. Vuelve la atención a las angustias de ese instante. Muchos vinieron a Colombo a celebrar con sus familias la noche de Año Nuevo. Ahora procuran regresar.
En medio de ese amasijo de brazos y de piernas, el viajero intenta serenarse. Piensa que todo saldrá bien, que en las taquillas venderán los boletos a tiempo para que todos tomen sus trenes. Se dice que el asunto será sólo un contratiempo pasajero, otra anécdota curiosa que podrá contar a su regreso. Si regresa. Si no muere en Sri Lanka. Si no es que ya está muerto. Siente la improbabilidad y la rareza de lo que está viviendo: ese instante perdido en la vida de un hombre perdido en la vida de un mundo perdido en un vasto universo perdido.
Incapaz de moverse a voluntad, decide tener paciencia. Mira los rostros oscuros, los ojos de terror que parecen flotar en aguas fosforescentes. Aprecia la música de ese coro de voces que no entiende. Vuelve a la meditación fugaz de los últimos días. Se repite: “Estoy en Sri Lanka”. Se dice que pronto hará dos semanas que llegó. Hace un breve inventario: Punta Galle y Colombo, Makola y Kelaniya, la montaña de Adán, Gampola con Sunethra, Kandy la incandescente. Sabe que en esos días han pasado más cosas que en el casi medio siglo que lleva en este mundo. Piensa que parece estar escrito, en algún libro allá en el Cielo, que la luz del primer día del año lo encontrara perdido en ese mar de gente, en la estación de trenes, de donde partiría a otro sitio entrañable y aún no visitado: Anuradhapura, la imponente y voluptuosa primera capital, allí donde llegaría, dieciséis siglos tarde, a su cita con Fa Hsien.
Pero antes de llegar a Anuradhapura tenía que llegar a la ventanilla de la estación, y el tiempo transcurría; y en lugar de avanzar, retrocedía. Por un momento, consideró aceptar su derrota: esperar hasta que fuera imposible abordar el tren, buscar zafarse de ese enredijo de gente y regresar en bus a casa de Mala y de Praxíteles, para arrojarse en el sofá de la sala y decir —como la zorra— que, al fin y al cabo, las ganas de visitar Anuradhapura no eran tantas. También Merton se quedó sin visitarla; pero en ese mismo instante era igual de difícil darse por vencido que seguir intentando llegar a esa taquilla, donde se formaba una montaña de hombros y cabezas y brazos que extendían billetes y bocas que les gritaban a los agobiados funcionarios.
El hombre que estaba delante se volvió para hablarle e indicarle con gestos enfáticos que tres amigos suyos que acababan de llegar tenían todo el derecho de incorporarse con él a la fi la. ¿Qué podía decir? No hablaba singalés. Stuti, la única palabra que sabía no había sido necesaria en esa isla hasta cuando llegaron los europeos a adueñarse de todo. Era poco probable que el hombre entendiera alguna cosa de su inglés aparatoso o de su latín mostrenco. De inmediato sintió que lo empujaban. Miró atrás y vio cuatro o cinco rostros enfurecidos que le hablaban con manoteos dificultosos. Temió que ocurriera una tragedia. “Una avalancha de gente como las que ocurren en La Meca”, pensó. Esa muerte no la había considerado. Imaginó su nombre en la lista de las víctimas que darían los noticieros. Imaginó las reacciones de conocidos y parientes al otro lado del mundo. Entonces alzó la mirada al techo manchado de humedad, vio las ruinas polvorientas de una vieja telaraña, y se resignó a que lo arrastrara ese vaivén de almas en pena.




viernes, 15 de abril de 2016

La casa maldita




       Cuenta Emile Gaboriau que el vizconde de B era un joven amable y encantador. Vivía satisfecho y libre de privaciones, gracias a la renta modesta que sus difuntos padres le habían dejado. Pero, como no hay dicha completa, el pobre muchacho recibió la noticia de que un tío millonario le había dejado una enorme fortuna. La herencia que recibió el vizconde incluía un edificio en la Rue de la Victoire, con veintitrés apartamentos, que producía una renta siete veces más grande que la que el muchacho estaba acostumbrado a recibir.
“Eso es demasiado”, se dijo el vizconde y llamó al administrador para ordenarle que redujera —en una tercera parte— la renta que pagaban los inquilinos. Por un momento Bernard, el administrador, pensó que había escuchado mal o que el heredero de su antiguo patrón trataba de gastarle una broma. La palabra “rebajar” tenía una resonancia sobrenatural.
“¿Querrá usted decir aumentar?”, dijo Bernard.
El joven acalló las protestas de su empleado y le ordenó notificar esa misma noche a los inquilinos. Bernard llegó a su casa con un gesto aturdido que su esposa y su hija notaron de inmediato. Cuando les explicó la causa de su desconcierto, la mujer insistió en que debía tratarse de un error, se envolvió en una bufanda y se dirigió a la casa del vizconde. Como el joven ratificó su decisión, la mujer le pidió que le diera constancia por escrito. Al final, Bernard no tuvo otra alternativa que notificar a los inquilinos de la rebaja.
El asombro se apoderó de todos en el edificio. Gente que apenas se saludaba en los pasillos de repente entabló largos coloquios. Todos querían conocer la razón que había detrás de esa medida. Pero, por más que discutían, no conseguían encontrar explicación y tardó poco en extenderse el consenso de que en aquel asunto “había gato encerrado”.
 “Tal vez la casa tiene defectos de construcción”, dijo uno, y alguien recordó que meses atrás fue necesario hacer reparaciones en el techo. Otros conjeturaron que tal vez había un negocio turbio en el sótano, pues a veces salían ruidos de esa parte de la casa. “Puede ser una imprenta de billetes falsos”, dijeron. “O un laboratorio de licor adulterado”.
“Ese vizconde debe haber cometido un crimen horrible”, dijo otro. “Y ahora su conciencia lo empuja a la filantropía”. A lo que otros repusieron que era pertur­bador vivir en la propiedad de una persona tan malvada, que en cualquier momento podía dejarse arrastrar de nuevo por sus abyectas inclinaciones.
Con el tiempo la sospecha de algo siniestro se transformó en certeza y, después, en abierto rechazo. Un comerciante de joyas dijo que no pensaba quedarse cruzado de brazos a la espera de que la desgracia tocara a su puerta. Informó al administrador que desocuparía el apartamento en cuanto consiguiera otro lugar para mudarse. Bernard fue a ver al vizconde para informarlo de lo que pasaba, pero el joven respondió despreocupado: “Déjalo que se vaya”.
El comerciante se marchó al día siguiente y muy pronto siguieron su ejemplo el quiropráctico del segundo piso y los estudiantes del quinto. Luego ocurrió la desban­dada. Los últimos habitantes del edificio tuvieron dificultad para marcharse. No era fácil conseguir donde mudarse y la espera los mantuvo en un estado de cons­tante desazón. Bernard no daba abasto poniendo carteles en las ventanas y anuncios en los periódicos, pero no recibió ninguna solicitud. Ya era de conocimiento general que la casa tenía una maldición.
Bernard y su esposa fueron los últimos en abandonar el edificio. Su hija escapó casándose con un barbero que antes le resultaba repugnante. El administrador y su esposa pasaron noches de insomnio y de terror, acosados por la idea de que la casa estaba maldita. Al final deci­dieron empacar, le llevaron la llave al vizconde y se fueron a vivir a otra ciudad. Las ratas también se mar­charon porque no había despensas para asaltar. Desde entonces el edificio de la Rue de la Victoire ha estado deshabitado.


Publicado en Vivir en El Poblado el 15 de abril de 2016.







lunes, 11 de abril de 2016

Noticias de Resplandor, la historia de un monje que buscaba un libro.

Una reseña de Esteban Carlos Mejía en Vivir en El Poblado. Abril 22 de 2016.


Leer la reseña en Vivir en El Poblado



Una entrevista de Ángel Castaño Guzmán, en Arcadia.
Abril 11, 2016.


Leer la entrevista en Arcadia.


Una entrevista para la emisora Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, durante la Feria del Libro de Bogotá 2016.



Libro recomendado en El Colombiano.



En la Librería Nacional de Unicentro y Hacienda Santa Bárbara en Bogotá.
Abril 1, 2016.





Abril 1, 2016





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La primera reseña



Leer la reseña de Gustavo Colorado en miblog-acido.


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Marzo 4 de 2016: Ya existe!! Pronto estará en librerías.






martes, 5 de abril de 2016

El hombre interplanetario

De la serie "Vidas de artistos"




    El 9 de octubre de 1948, en la escuela San Martín, situada en el 107 de Charing Cross Road, en Londres, tuvo lugar una conferencia que causó un pequeño revuelo entre los interesados en la ciencia y la filosofía. La guerra empezaba a ser cosa del pasado y la gente volvía a mirar hacia el cielo y a hacerse preguntas a gran escala. ¿Habrá inteligencia en otros planetas? ¿Será posible establecer colonias en otros mundos? ¿Podremos comunicarnos con esas otras formas de vida? ¿Será preciso que inventemos algún medio o el pensamiento mismo puede ser ese medio? La conferencia tenía como título: «El hombre interplanetario» y estuvo a cargo de Olaf Stapledon, un hombre cuya influencia en la cultura y la literatura del siglo XX se ha comparado con la de Shakespeare.









viernes, 1 de abril de 2016

Resplandor

La columna de Vivir en El Poblado


En enero de este año publiqué aquí un breve fragmento de una novela cuya escritura estaba a punto de terminar. El fragmento hablaba de unos monjes que escapaban en la noche para internarse en el desierto. Esa vez no di detalles sobre la historia o su contexto; solo había ese grupo de fugitivos internándose en una noche oscura. Ahora que la novela se encuentra en librerías, quiero hablar de aquello que los lectores encontrarán entre sus páginas y del largo camino que me llevó a escribirla.
Si alguien me preguntara de qué trata, diría que es la historia de un monje que buscaba un libro. A finales del siglo cuarto (399 D.C) el monje chino Fa Hsien se hallaba en el monasterio de Cang-han (hoy conocida como Xian) y desde allí emprendió uno de los viajes más asombrosos de que se tenga noticia. Descontento con las versiones incompletas y las malas traducciones, partió en compañía de otros monjes y se dirigió a la India en busca de los libros de disciplina del budismo. Los monjes bordearon la región del Tibet, atravesaron el desierto y siguieron hacia el oeste hasta lo que hoy son Afganistán y Pakistán. Luego descendieron a la región norte de la India y sur del Himalaya. Allí visitaron los lugares donde mil años atrás había transcurrido la vida de Siddhartha Gautama, también conocido como el Buda.
Fa Hsien realizó en solitario la parte final de su periplo, porque sus acompañantes murieron o se dieron por vencidos en el camino. Llegó hasta la isla que hoy se conoce como Sri Lanka y allí vivió dos años dedicado a transcribir textos sagrados. Luego regresó a la China por vía marítima. Atravesó más de treinta países y su viaje se prolongó por catorce años. Los libros que obtuvo fueron fundamentales para el posterior auge del budismo en el extremo Oriente. Su aventura es una de las más largas y accidentadas que alguien haya tenido tratando de encontrar un libro. El testimonio de su peregrinaje –con los dragones, ángeles y espíritus que se cruzó en el camino– es, también, una de las crónicas de viajes más antiguas y fascinantes que hoy perduran.
Si ese alguien preguntón me preguntara cuánto tardé en escribir este libro, tendría que decir que cuarenta años. Puedo situar su origen cuando era niño y veía las transmisiones de Miss Universo. Fue por esos reinados que supe de la existencia de mi amada Sri Lanka (la Isla resplandeciente) y comprobé, año tras año, que sus reinas eran las de belleza más rara y las más felices. Cuando encontré la historia de Fa Hsien, en un libro de Julio Verne –y supe que Sri Lanka había sido el destino más remoto de su viaje–, empezó a gestarse la novela que acabo de parir.
La escritura empezó hace más de treinta años, cuando asesinaron a mi padre.  El absurdo y la crueldad de este valle de la muerte me hicieron pensar en morir o escapar. Incapaz de darle más dolor a mi familia,  decidí hacer de mi muerte una obra de arte. Me propuse escribir una novela a la que llamaría Morir en Sri Lanka. Por años me consolé  agregando fragmentos a la historia de ese hombre que había elegido el lugar de la tierra donde moriría.

Tuve que venir al país del sueño para encontrar versiones completas del viaje de Fa Hsien e información valiosa sobre Sri Lanka o Ceilán o Serendib (de ahí viene la palabra “serendipity”) o Lanka o Sinhala o Taprobana, ese sitio donde –según algunos– quedaba el paraíso terrenal.  Estudié los detalles de la vida del hombre que hace dos mil quinientos años consiguió despertar. Visité Sri Lanka, con la aceptación tácita de que mis palabras podían tener efecto en la realidad, para que la vibrante hermosura de la isla navegara por mis pensamientos y mi sangre. Tuve que ceder humilde y obediente a la fuerza con que el texto se resistía a ser falseado. Vi salir de mi mano pasajes más grandes que mi propio entendimiento.  Fue preciso arrancarme pedazos de alma para dejarlos en el papel. Todo eso resultaba necesario para darle vida a  ese relato que un puñado de lectores ahora tiene entre las manos.

Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 1 de abril de 2016.