sábado, 8 de julio de 2017

37 años de servicio en este lugar

Texto publicado en el suplemento Dominical, de El Universal de Cartagena, 
en alguna fecha olvidada de 1993.



Jardineros de una planta misteriosa

Si el cabello doliera, muy pocos serían los que se lo cortaran. Pero no, no duele (salvo cuando intentan arrancárnoslo), comparte con las uñas la extraña condición de brotar desde nosotros para usos que el tiempo parece que ha olvidado. Forma parte de la larga cadena de servidumbres que el hombre debe a su cuerpo. Su importancia comienza más allá de lo inminente: del aire, el alimento y las funciones cotidianas. Pero cada cierto tiempo nos pide algunas dosis de atención.
Además del matinal peinado y los dos o tres ajustes que el trajín del día nos obliga a realizar, cada cierto tiempo hay que cortarlo, hay que podar su crecimiento de helecho empecinado, hay que reducir a términos manejables su surgir incesante, su aparición como de arena que marca el paso del tiempo, sedosa al comienzo, curtida y trajinada luego, y finalmente blanca, anunciando con su brillo de tarde nublada la llegada del día en que nos peinaremos por última vez.

Los cabellos de La Favorita

Podría decirse que tienen una forma diferente de caer. No hay en ellos esa precipitud del cabello juvenil. Son casi todos blancos o amarillos, resistiéndose a perder por completo su color.
Caen con lentitud, dubitativos, obligados a marcharse por unas tijeras que cantan, que suenan juguetonas mientras cortan alternativamente los cabellos del cliente y los del viento. Poco a poco se amontonan en el suelo, forman uno de los tantos tapetes otoñales que ha lucido ese piso a lo largo de sus días.
Allá van, fragmentos de pasado, ínfimos cabellos que asoman por orejas y narices, cortados con pericia de prestidigitador. Allá van, cascadas plateadas, los largos mechones de ancianos taciturnos que siguen asistiendo a la misma ceremonia de su infancia, cuando llegaron de la mano de sus padres a un lugar de olores agradables, de espejos y de capas, de peines y tijeras, en donde el caos del mundo se solucionaba y de donde salían sintiendo sus cabezas elegantes, olorosas y livianas.
Allá van, contrastes coloridos, los frescos cabellos de los niños que ahora están llegando con sus padres.
Allá van, las caricias, los sudores y las lluvias, los olores y las voces, el silencio,  la soledad, el polvo arrastrado por el viento; caen lentamente y se reúnen, formando un tapete de olvidos, de tiempos que no vuelven, en torno a la silla giratoria de una barbería llamada La Favorita, “37 años de servicio en este lugar”.

En este lugar

Tal vez lo que más llama la atención de La Favorita es la insistencia con el tiempo transcurrido. Por dentro y por fuera, sobre las paredes o en pequeños retablos, se repite la frase: “37 años de servicio en este lugar”.
Podría pensarse que se trata de una queja, o de una línea más de una vida que parece una condena, pero cuando se habla con su fundador y propietario, Ricardo Camacho Olivo, queda claro que esa frase ha sido escrita con orgullo.
El orgullo modesto y sereno de haber sobrevivido el paso del tiempo, de haber dejado atrás los años en que desde La Favorita se veía el tránsito farragoso de los burros trayendo yucas, frutas de Turbaco y casabe, la terca odisea de los buses que viajaban a Barranquilla y llevaban cadenas en las llantas para no quedarse hundidos en el barro, los tiempos gloriosos de la casa Galicia, cuando a ella llegaban los españoles que huían del generalísimo Franco y de la muerte.
En esa frase obstinada está un orgullo que se remonta a tiempos anteriores a La Favorita, a episodios que ya casi nadie puede recordar, a tardes disueltas de un pueblito llamado Villanueva, donde la única oportunidad de salir adelante era emigrar y donde Ricardo Camacho Olivo, casi por la misma época, conoció a su esposa y aprendió su oficio de Micoballo, el mejor torero del pueblo, del que la gente decía que tenía secreto, porque hasta era capaz de besarles a los toros los cuernos.
Está el orgullo de la ardua lucha para tener un negocio propio. La llegada de la bomba de gasolina que quedaba frente a la iglesia de madera de María Auxiliadora. La silla de cuatro patas con que se instaló en la bomba. Su paso por el Terminal Marítimo. Su trabajo en el centro, en la barbería del señor Arroyo, que quedaba entre los teatros Colón y Cartagena y donde marinos y cachacos le hacían cola para que los motilara y le pagaban con dólares y le daban cigarrillos Lucky y Camel, que eran los que más se fumaban.
En ese 37, que deja ver que antes en ese sitio estaba escrito un 36, está el orgullo de haber traído al mundo una idea surgida mientras motilaba en la silla prestada del señor Arroyo, cuando entre charla y charla, entre opiniones sobre béisbol y política, entre conversaciones sobre cine con Meporto, que en una noche se veía tres películas, entre las idas al Club Cartagena para afeitar al famoso Vicentico Martínez y a Fulgencio Lequerica (porque él, “Camachito”, como le decían, era el único que se aguantaba esa vaina de afeitarlos mientras echaban cuentos, se paraban, escupían, y el los seguía con su paño al hombro), entre todo eso, surgió la feliz idea de independizarse, de volver por los lados de la iglesia de María Auxiliadora y fundar La Favorita, en un tendal de zinc que abrigaba del viento y la lluvia a Ricardo Camacho Olivo y a la primera silla giratoria de su propiedad.

La Favorita

Ahora, frente a la Favorita, frente a la zanja que pasa por su entrada y que en épocas de lluvia recuerda a Venecia, pasa el rugido incesante de una enorme ciudad que va y viene en vehículos repletos. Lo que antes eran las afueras apacibles ha sido inundado por una violenta marea de barrios.
Allí, entre el puente de Bazurto y una iglesia de María Auxiliadora construida “en material”, sigue persistente y orgullosa, la barbería La Favorita, ahora pintada de amarillo, con las franjas distintivas azules y rojas, y con tejas de Eternit, ofreciendo sus servicios sin moverse de lugar.
A pesar de los gritos de la moda, a pesar de que las viejas barberías parece que correrán la suerte del dinosaurio, sigue ahí, acogiendo parroquianos que no admiten que les corten los cabellos en un sitio impersonal.
Sigue, con sus sillas de espera compradas por club en la Casa Mato en el año 42, recibiendo a sus ancianos peludos y con ganas de conversar, con una silla giratoria más alta y resistente que la primera que hubo, con sus espejos enfrentados que proponen laberintos, con la foto del estadio Once de Noviembre recién inaugurado, cuando Torices fue campeón con el equipo que dirigió el zurdo Castro, con un letrero que dice: “No fío porque me causa molestia”, con la foto del conjunto musical del hermano del propietario, cuando se presentó en Sincelejo hace 45 años, con dibujos tomados de viejos almanaques, con los restos de una pequeña y rústica silla giratoria y con letreros que insisten en que La Favorita ya lleva 37 años sirviendo en ese lugar.


Concierto para tijeras

“En mi familia hubo muchos músicos. Mi abuelo, Miguel Olivo, fue un músico muy famoso de trompeta y clarinete. Vivió ciento y pico de años. Firme, No perdió ni un solo diente. Yo lo motilaba a él y me daba uno o dos centavos. Viajaba mucho con músicos a Panamá. Recuerdo que una vez trajo una ortofónica como la que salía con un perro en los discos de la Victor”.
“Mi hermano, Crescencio, compuso varios porros con Rufo Garrido. Recuerdo que cuando hacían presentaciones en Tesca llegó a cantar con ellos la mujer de Lucho Bermúdez, la que –después de que él se la llevó para Bogotá– se casó con un hijo de Alberto Lleras”.
“Yo no. Lo único que me ha gustado es mi oficio”, dice mientras sus tijeras entonan una melodía juguetona, haciendo varios cortes de aire entre cada corte de cabello.
“Aunque he hecho otras cosas. He negociado, he matado ganado y he vendido carne y queso. Además, mi esposa también me ayudó a levantar los cinco hijos. Ella era modista y hacía dulces y pudines. Murió hace dos años y medio. Estuvimos 46 años casados”.
Su voz es pausada, con la misma placidez con que sus manos manipulan las cabezas de los clientes. “Siempre hay que tener buen humor para atender al cliente. Mi padre, que estudió con sacerdotes, me decía: ‘Nunca hagas mal, perdona al que te haga mal’. Por eso he tratado siempre de estar lejos de los problemas. Cuando alguien viene borracho a que lo motile, le digo que la cantina queda al lado. Fácilmente hace un movimiento brusco y lo puedo cortar. Cuando alguien pide que le fíe, le digo: ‘Lo que tengas, dámelo’; al que le fío no vuelve”.
En La Favorita tiene vigencia el lema de que el cliente siempre tiene la razón. Don Ricardo les habla a sus clientes, les pregunta, les pone temas; pero a la hora de discrepar guarda un silencio sellado con una sonrisa amable.
Dice que su principal diversión eran las fiestas de los pueblos. “En los pueblos, la vaina es más sabrosa”. Se iba dos o tres días a beber y a tomar sancocho con los amigos. Cuando las fiestas eran cerca, su esposa le mandaba ropa con alguno de los hijos, para que se cambiara.
Una vez volvió un cliente que había estado en otros países, que “estuvo hasta en México”, y se sorprendió al ver que seguía con la barbería en el mismo lugar. “Estás como un pájaro en una jaula”, le dijo. Cuando el cliente le preguntó qué había sido de su vida, le respondió con tristeza resignada que las salidas a los pueblos se habían acabado, que ya las fiestas no eran como antes, con decimeros capaces de improvisar toda la noche, que desde la muerte de su esposa se había dedicado por completo a su labor.
“Me ha encantado mi oficio. Cuando alguien me pide que lo motile o lo afeite, nunca le digo que no. A veces los atiendo en la puerta de mi casa, o en el patio, porque yo siempre ando con mi instrumental. Aquí llegan taxistas, celadores, viejos y nuevos. Viene gente del Centro, de Crespo. Tengo clientes de todos los barrios”.
“No me quejo. Para eso están las puertas abiertas; para trabajar. Yo los espero. Cuando no hay luz, trabajo con mi máquina de mano, de las antiguas. Tengo un equipo antiguo.
“También tengo mis clientes a domicilio, que están imposibilitados para venir. Yo voy. Cuando estaban útiles venían. Ahora, yo voy.
“Hace poco pasó algo que me llegó mucho. Murió el viejo Cabarcas. Se había jodido la columna y yo iba todos los sábados a afeitarlo. El sábado pasado fui a buscarlo y me dijeron que había muerto el día del aguacero. Esa vaina me llegó. Porque yo iba, le echaba su cuentecito y la vaina. Eso a un enfermo le sirve. No es que se va a curar, pero le agrada que le hablen”.
Entonces, bajo letreros orgullosos que hablan de pedazos gigantes de tiempo, cuando la marea de clientes ha bajado y lo temas se vuelven más personales, Ricardo Camacho Olivo se encuentra con el tema de la muerte.
Dice, como quejándose, que cada vez son más los que se han ido. Recuerda a Dionisio Pájaro, que se encorbataba los domingos y se sentaba en la puerta de su casa a beber ron. “En semana venía aquí, pasaba el día, y de aquí salía a almorzar a su casa”.
Se pierde en el tiempo y rescata a otro amigo. “Pisingo. Se motilaba conmigo. Se quemó en el mercado el día del incendio. Hacía una bebida muy sabrosa con huevo, nuez moscada y leche y un poquito de vino”.
Y al enfrentarse  a la idea de su muerte, Ricardo Camacho Olivo dice con voz de niño asustado que no se quiere morir.
Sus tijeras ahora sueltan una tonada nostálgica. Esgrime como argumento que su oficio le ha encantado y luego aprieta los labios y sus ojos parpadean detrás de las grandes gafas que le brotan de las canas y parece imaginar que se morirá de tedio el día que no tenga que volver a motilar, el día en que sus tijeras no vuelvan a interpretar esa vieja melodía que hace treinta y siete años se escucha en ese lugar: tres mechones de viento y uno de cabello.






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