viernes, 7 de julio de 2017

A la hora de los sueños

Texto publicado el  El Universal de Cartagena, el 17 de septiembre de 1995


 Primero amaneció a las dos de la mañana. Cómodamente sentado sobre el vacío, en una velocidad con apariencia de quietud, el sujeto de marras esperó con ansiedad el momento del encuentro con la luz.
Casi desde el momento en que el avión alzó el vuelo –y dejó al cangrejo luminoso adherido a esa noche de viernes–, el sujeto pegó a la ventanilla del avión su rostro de periodista roedor para no perderse ese momento en que ocurriera el prematuro amanecer.
Y pronto amaneció. Los pasajeros para quienes el vuelo de Madrid no era algo de rutina pudieron ver, a eso de las dos de la mañana, un rasguño de luz en el horizonte de las nubes, y más tarde un creciente resplandor irisado que ya para las tres tenía aspecto de día soleado.
Media hora más tarde, ya la luz era difícilmente soportable y las nubes flotaban sobre el Atlántico obligaban a entrecerrar el desconcierto trasnochado de los ojos.
Como a las cuatro terminó la monotonía del mar, y la península ibérica dejó de ser un mapa en un papel para ser una extensión reseca, un vasto territorio apabullado por la furia del sol de ese verano.
Poco después de las cinco de la mañana el avión empezó a descender hacia Madrid.
“Estás en España”, se dijo el sujeto de marras, contento, asustado y con el sueño embolatado.
La voz del capitán anunció que pronto sería el aterrizaje en el aeropuerto de Barajas, que había 38 grados en Madrid y que era la una de la tarde.
“Barajas”, se susurró el sujeto. “¿Dónde he oído ese nombre?”


* * *
Madrid está desierto. La ciudad del oso y del madroño es un pueblo fantasma de amplias avenidas y edificios monumentales que se cocinan bajo el verano. Este año, los relojes públicos han llegado a señalar temperatura de 45 grados centígrados alrededor de las cuatro de la tarde. Todo está funcionando a media máquina. Más de media ciudad se ha marchado en busca de las playas, y los que quedan prefieren la frescura artificial que puedan tener dentro de sus casas.
Las calles son de nadie y para nadie.
En el mercado municipal solo permanecen abiertos doce de los cuatrocientos puestos comerciales.
De los 1.200 quioscos de revistas y periódicos, poco más de quinientos se abren en esta época. El País, con un tiraje reducido, es el único periódico que consigue agotarse.
De las 1.794 farmacias con que cuenta la ciudad, sólo permanece abierta la mitad. Los antidiarréicos y las cremas protectoras contra el sol son los productos con más demanda. La deshidratación y las complicaciones respiratorias son los males de moda.
Los taxis y automóviles se reducen a la mitad y por unos pocos días la ciudad se ve libre de algunas de sus peores pesadillas: el ruido y la congestión.
El metro parece el escenario de una película de terror. Las estaciones son túneles luminosos y desiertos en los que podría hacer de las suyas cualquier destripador. La mendicidad cambia de vagón en cada estación.
Los cuerpos de Policía reducen sus efectivos y algunos son ubicados en las ciudades costeras.
Las calles de ese escenario semidesierto les pertenecen a los turistas, los madrileños que van al cine o a algún concierto,  las prostitutas y traficantes de la Gran Vía y los ladrones que están buscando pisos vacíos.



* * *
Una hora después de aterrizar, el sujeto de marras llegó a la dirección que le había dado el director del Archivo Histórico de Cartagena, entró a un ascensor viejísimo que aún sube y baja por la fuerza de la costumbre y halló el hostal Espada en el tercer piso, un piso más viejo y decrépito que sus ancianos propietarios.
El resto de esa tarde (que en el sitio que dejó era una mañana) lo invirtió en recorrer el paseo de la Castellana, en engordarse el pecho de orgullo frente a las esculturas de Botero –una mano a punto de hacer un gesto obsceno y una gorda aperezada– y en buscar uno de los lugares que más le interesaba conocer en toda España: el Museo del Prado.
Se sintió como una pulga frente a las meninas, tuvo miedo de Goya, debió vencer la tentación de tocar los dibujos de Miguel Ángel y sonrió ante la remota y aún escandalosa irreverencia del “Jardín de las delicias”.
Pronto fueron las nueve de la tarde y las diez de la noche y el sujeto de marras creyó que podría dormir como solía hacerlo en las noches de la tierra lejana. Pero nada, luchó con sus párpados en el cuarto del hostal Espada y salió derrotado.
Vio llegar el domingo por un patio sombrío y gastado.



* * *
“Dime cómo descansas y te diré cómo eres”, se dijo el sujeto de marras al salir a las calles del domingo.
Con un mapa en la mano, buscó la manera de llegar hasta una enorme mancha verde identificada como el parque del Retiro.
Allí buscaría el actual rostro de España, la famosa madre patria.
Vería qué quedaba de ese pueblo esplendoroso que hace casi cuatro siglos era un reino donde el sol no se escondía, un reino desmesurado y de armadas invencibles que al final fueron vencidas.

* * *
“Y Madrid, ¿os ha gustado?”
La anciana señora se interesa por saber la opinión del colombiano que acaba de conocer en el autobús de la ruta circular. Se encuentran en las inmediaciones de la puerta de Toledo.
Después de vencer la prevención que le produjo el extranjero que estaba al lado del único puesto libre, la mujer que hace décadas fue bella –y que goza de los beneficios tarifarios para la tercera edad– empezó a comprender que no toda la gente es como la pintan en la televisión y en los diarios.
“Muchísimo. Me tiene deslumbrado”
“Madrid fue bellas hace muchos años”, dice mirando con disgusto a través de los vidrios panorámicos. “Ahora es sucia, ruidosa, no es ni la sombra de lo que era”.
“Y sin embargo es bella”, dice el colombiano.
“No”, dice la anciana, en quien el colombiano cree ver lejanos rasgos de su abuela: las cejas tupidas que contrastan con la piel.
“Colombia”, dice la mujer, cambiando de tema. “Aquí sólo llegan noticias malas”.
“Sí, es como una marca. Pero es más la gente buena, aunque resulten más llamativas las cosas malas”.
La mujer da señales de creer lo que le dice el colombiano.
Poco antes de dejar el autobús, le pregunta, como si ser colombiano resultara suficiente para saber la respuesta:
“Decidme algo, que yo no entiendo. ¿Por qué mataron a ese muchacho, al futbolista? A mí me parece algo exagerado”.

* * *

Hoy España es un país que se lamenta y se dispone con modestia a formar parte de Europa.
España mira escéptica su historia y desconfía de su propia identidad, sabe que la tierra que hoy ocupa fue un día de los iberos, y después fue de los griegos y después de los romanos.
No es fácil olvidar que casi toda la península fue ocupada por los árabes, durante ocho largos siglos, en un tiempo de apogeo que hoy a muchos les despierta la nostalgia.
Pesa, como un lastre de oro y plata, el mundo católico que erradicó a los moros y trajo algunas décadas de gloria y una decadencia que no acaba.
Y en las épocas recientes aparecen más motivos que permiten lamentarse. España aún no cicatriza las heridas de cuarenta años de férrea y embrutecedora dictadura.
España hoy es un pueblo de personas descontentas que quisieran olvidarse del pasado y se enfrascan en asuntos inmediatos: la obstinación terrorista de los vascos, la aparatosa decadencia de González, la sanción –finalmente retirada– contra el equipo de fútbol Sevilla.
Pero España es también un pueblo que espera con paciencia –porque sabe que la gloria se construye con los siglos–a que llegue otro momento en que la tierra se ilumine con su genio.



* * *

Al llegar la Cibeles, el sujeto de marras ascendió la leve cuesta de la puerta de Alcalá y recordó una canción muy popular.
Dio un rodeo a la puerta que ya nadie cruza y se encontró de frente con el parque del retiro. Allí encontraría a la sufrida España, capoteando el domingo.

* * *

La joven señora aminoró la velocidad del coche de bebé, calculó la nacionalidad y la peligrosidad del sujeto que ocupaba la banca del parque y decidió que no habría problema, que podría sentarse.
Después de sonreír, se ocupó de la niña, la reacomodó en el coche, le puso el tetero en la boca.
La niña no dejaba de mirarlo, abría asombrada los ojos hacia esos rasgos diferentes a los que solía ver.
“Se está comprometiendo”, dijo la madre.
“Sus ojos son muy bellos. ¿Cómo se llama?”
“Blanca”, dijo la madre, y así empezó una charla interplanetaria.
“¿Por qué nacen tan pocos niños en España?”
“La gente piensa en tener su situación económica resuelta antes de comprometerse a tener niños. Pocos se atreven, sino tienen primero su casa propia, auto y una renta suficiente que garantice la educación de los niños hasta niveles universitarios”.
“En el sitio de donde vengo es diferente. Hay un refrán que dice que cada niño viene con su pan debajo del brazo. Allá primero se tiene el niño y después ya se verá”.
“Pienso que debería ser así. Al menos las cosas no deberían ser tan programadas. Todo tan calculado y premeditado”.
Minutos más tarde, la niña estaba exhausta por su curiosidad y empezó a dejarse envolver por el sueño.
El sujeto recordó que llevaba muchas horas sin dormir.
La madre se confesaba:
“Me cansa todo esto. Me resulta absurdo estar todo el tiempo de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. La gente siempre de prisa, pensando en el dinero, los impuestos”.
El sujeto de marras pensó que una de las características principales de la naturaleza humana es la de estar insatisfechos, la de sonar con perdidos paraísos donde vivir sea algo placentero.
“Yo siempre soñé con irme a vivir a una isla remota, a un lugar tranquilo y sin prisas. Una vez tuve oportunidad de marcharme a Tailandia, pero al final desistí”, dice con sus ojos perdidos en la gente que pasa.
Es joven. Ha encontrado en su hija una forma de fe. Parece liberada del peso de sí misma. Sabe con alivio que su vida desde ahora será la vida de esa niña de enormes ojos cerrados.
Cuenta, como por decir algo, sin envidiarlo ni lamentarlo, que una amiga suya tuvo el coraje de marcharse.
“Fue hace unos años a la India, para estudiar yoga.  A su regreso me hablo de la pobreza, de las mujeres que regalan a sus hijos porque saben que quienes los reciban podrán darles mejor vida, creo que no soportaría ver todo eso.”
Antes de marcharse con su bella durmiente, concluye:
“Ahora mi amiga se ha ido a un monasterio en el Tibet. Aquí lo tenía todo y prefirió dejarlo. En una carta me dice que con 7 mil pesetas tiene para vivir y que incluso le sobra. Aquí no alcanza ni con cien mil.”
Se despide y se aleja con el sentido de su vida en un cochecito azul y blanco.



* * *

Y el parque del retiro lo invadió como un sueño.
El sujeto de marras pensó que a su tierra le hacían falta muchos parques como ese, que la civilización puede medirse por el número de parques y de fuentes, por los lagos y los patos que las ciudades alberguen.
La vida, por pesada que sea en todas partes, se vuelve más soportable con lugares donde las prisas queden atrás y todos pasen comiendo ricas semillas de girasoles y una gitana lea el destino que hay en sus manos.
La larga y fatigosa decadencia se hace llevadera y soportable si hay un espacio para encontrarse con los fantasmas o con un genio que ya ha cumplido los tres deseos.
La vida es juguetona y también emocionante si podemos encontrar nuestros demonios jugueteando entre las ramas de los árboles.
Un consuelo profundo y relajado nos invade si encontramos que alguien plasma en un lienzo un pedazo de paisaje.
Nuestro pulso se reanima si encontramos a una chica vestida de gitana que recita poesías o a una mujer que hace yoga y va en busca de su esencia con sutiles movimientos.
“Ahí está la diferencia”, pensó el sujeto de marras. “En la forma de pasar por los domingos se ve clara la ventaja que nos llevan: en los ancianos que juegan, en las charlas navegadas por pesetas”.
“España es u país exorcizado”, siguió pensando el sujeto mientras hacía que sus pasos lo llevaran al origen de una dulce melodía que venía entre los árboles. “Añora algo de infierno, en este paraíso al que ha llegado”.
Un flautista, un guitarrista y un bajista entonaban para un público apacible dulces temas barrocos.
A espaldas del flautista, un perro escuchaba con ojos entrecerrados.
El sujeto de marras buscó un lugar en la hierba y se acostó a escuchar.
El adagio de Marcello le recordó a su hija, que a esa hora estaría soñando en esa tierra donde este pueblo dejó sus furias abandonadas.
Miró su reloj. Calculó que allí serían las cinco de la mañana. Recordó que llevaba muchas horas sin dormir y poco a poco, fatigado y feliz, dejó que lo envolviera la distancia.




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